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  • Ropas, sólo ropas

    El era un joven ejemplar. Todavía recuerdo los comentarios que hacían respecto de él: excelente hijo, excelente amigo, buen estudiante, cristiano, consagrado. ¿Qué madre no se alegraría de tenerlo como yerno? ¿Qué pastor no se sentiría contento de tenerlo como líder de su iglesia? ¿Quién no gustaría de llamarlo su amigo?

    Los años fueron pasando, y un día llegó la trágica noticia: Murió; peor todavía, se quitó la vida. ¿Cómo era posible? ¿No sería una broma de mal gusto? Lamentablemente, sí era él; la información no estaba errada.

    Todos los seres humanos luchamos para ser mejores, ser buenos ciudadanos, buenos esposos, en fin… Con él, no era diferente: su lucha diaria era por la búsqueda de la perfección. Procuraba ser el mejor en todo, especialmente en la vida cristiana: oraba, ayunaba, predicaba, cantaba, sabía de memoria los Mandamientos, sabía lo que podía y lo que no debía hacer, conocía y sabía mucho sobre profecías y doctrinas. Tenía todo, pero no tenía nada. Era infeliz, vacío; su vida no tenía sentido. Vivió para agradar a todos; para hacer que todos fuesen felices. Pero, él mismo nunca lo había sido.

    Su drama era disfrazar sus fallas con buenas acciones, querer agradar a los demás, y a Dios, con buenas obras. El nombre que damos a eso es legalismo. Legalismo es la intención de comprar el favor de Dios con acciones, con esfuerzo personal; legalismo es luchar por esconder la desnudez del alma con mis propias prendas. Ese fue, también, el drama de Adán y de Eva: cubrieron su desnudez con hojas de higuera, sin percibir que esas hojas traían más problemas que soluciones.

    No existe nada que puedas hacer para que Dios te ame más de lo que te ama. No existe sacrificio que aumente la misericordia de Dios o que duplique su cuidado por ti. Dios es amor, y si lo buscas en humildad te coloca las ropas que Él preparó para ti.

    Ropa, en la Biblia, es sinónimo de salvación. ¡Presta atención! El texto señala que Dios les hizo la ropa y fue él mismo quien los vistió. ¿Te diste cuenta de que el ser humano sólo se deja vestir? Todo, en la Salvación, es Acción Divina.

    En un nuevo día, siempre es bueno recordar eso. La obra es de Dios, y tú solo debes aceptar: «Y Jehová Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y los vistió.» (Génesis 3:21)

  • Una lección práctica

    Una mañana, cuando nuestro nuevo profesor de Introducción al Derecho entró en la clase, lo primero que hizo fue preguntarle el nombre a un alumno que estaba sentado en la primera fila:

    – ¿Cómo te llamas?

    – Me llamo Juan, señor.

    – ¡Vete de mi clase y no quiero que vuelvas nunca más! -gritó el desagradable profesor.

    Juan estaba desconcertado. Cuando reaccionó, se levantó torpemente, recogió sus cosas y salió de la clase.

    Todos estábamos asustados e indignados pero nadie dijo nada.

    – Está bien. ¡Ahora sí! ¿Para qué sirven las leyes?

    Seguíamos asustados pero poco a poco comenzamos a responder a su pregunta:

    – Para que haya un orden en nuestra sociedad.

    – ¡No! -contestó el profesor

    – Para cumplirlas.

    – ¡No!

    – Para que la gente mala pague por sus actos.

    – ¡¡No!! ¿Pero es que nadie sabrá responder esta pregunta?

    – Para que haya justicia -dijo tímidamente una chica.

    – ¡Por fin! Eso es… para que haya justicia. Y ahora ¿para qué sirve la justicia?

    Todos empezábamos a estar molestos por esa actitud tan grosera. Sin embargo, seguíamos respondiendo:

    – Para salvaguardar los derechos humanos.

    – Bien, ¿qué más? -decía el profesor.

    – Para discriminar lo que está bien de lo que está mal.

    – Sigan…

    – Para premiar a quien hace el bien.

    – Bueno, no está mal. Pero… respondan a esta pregunta: ¿actué correctamente al expulsar de la clase a Juan?

    Todos nos quedamos callados, nadie respondía.

    – Quiero una respuesta decidida y unánime.

    – ¡¡No!! -dijimos todos a la vez.

    – ¿Podría decirse que cometí una injusticia?

    – ¡Sí!

    – ¿Por qué nadie hizo nada al respecto? ¿Para qué queremos leyes y reglas si no disponemos de la valentía para llevarlas a la práctica? Cada uno de ustedes tiene la obligación de actuar cuando presencia una injusticia. Todos. ¡No vuelvan a quedarse callados nunca más!

    – Vete a buscar a Juan -dijo mirándome fijamente.

    Aquel día recibí la lección más práctica de mi clase de Derecho.

  • Vengan a ver

    Si hoy nosotros le preguntamos a Cristo: «¿Dónde vives, Rabí?» Él nos respondería lo mismo que a los discípulos de Juan: «Vengan a ver».

    Pero ciertamente nos llevaría a donde llevó a los discípulos de Juan…

    Ahora nos llevaría a las miserables chozas de cartón y de lámina que pueblan los cinturones de miseria que rodean las grandes ciudades.

    Nos mostraría esos cuartos de vecindad y residenciales donde se amontonan ocho o diez seres humanos, en las condiciones más antihigiénicas para su salud física y moral.

    Nos conduciría a los quicios de las puertas, donde sin más abrigo que un perro echado a sus pies, pasan la noche -cuando llegan a pasarla- los infelices enfermos.

    Nos enseñaría las puertas de los cines (en muchas ciudades) o los puestos callejeros de los mercados donde, envueltos en periódicos, duermen los niños de la calle y los ambulantes.

    Y no sólo veríamos dónde vive ahora Cristo, sino dónde tiene hambre y sed, frío y enfermedad y falta de trabajo y ganas -quizá- de ponerse a beber, a olvidar y a morir.

    Porque desde que Jesús nos dijo que lo que hiciéramos por los pobres y necesitados lo haríamos por él, Cristo vive donde viven los más desposeídos de nuestra sociedad.

  • El Amor nos da la Vida

    Hay Amor con mayúscula y amor con minúscula. Hay amores de primera, segunda y tercera, como en los viejos trenes. El amor es lo más grande del mundo. «Aunque tuviera el don de hablar en nombre de Dios y conociera todos los misterios y toda la ciencia y aunque mi fe fuera tan grande como para trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy» (I Cor. 13,13.)

    Hay amores grandes que engrandecen al que ama y al que es amado. Amores que no matan ni cortan alas, sino que liberan y nos hacen trascender nuestros pequeños egoísmos. Estos amores con mayúsculas -en palabras de Etty Hillesum, una joven judía muerta en el campo de concentración de Auschwitz- nos hacen sentirnos felices con nosotros mismos y con los demás.

    Estoy enormemente agradecida por esta vida. Me siento crecer. Cada día me doy cuenta de mis faltas y de mis mezquindades, pero conozco asimismo mis posibilidades. Y, además, amo, amo a los buenos amigos; pero este afecto no me aísla de los demás seres humanos. Amo a todo lo ancho y hasta los confines del mundo, amo una enormidad, incluso a aquellas personas por las que no experimento espontáneamente ninguna simpatía; ¡es preciso llegar hasta ahí! Me meto, agradecida, en mi pequeña cama solitaria.

    Es sorprendente: cuando me encuentro así, extendida sobre mi espalda, tengo verdaderamente la impresión de estar acurrucada contra esta buena y vieja tierra, aunque en realidad reposo sobre un confortable colchón. Pero cuando me encuentro acostada así, tan intensamente presente y distendida a la vez, y tan desbordante de gratitud por todo, es como si estuviera en comunión con… sí, ¿con qué? Con la tierra, con el cielo, con Dios, con todo.

  • En medio de la enfermedad

    He pasado una semana enfermo, débil, sin ánimo para hacer cosas. Curiosamente, no he dejado de sentir la presencia amorosa de Dios.

    Tus fuerzas te abandonan y tú te abandonas ante su presencia soberana. Entonces surge Dios y dice: «No temas, Yo estoy contigo». Y todo cambia. Comprendes que hay un sentido para todo, incluso tu enfermedad.

    Por momentos, acostado, me trasladaba con mi mente a una capilla donde esta expuesto Jesús Sacramentado. Me detengo frente a Jesús y lo miro. Y le digo que lo quiero. «Eres mi mejor amigo, Señor». No hacemos más que eso. Pero me siento tan feliz de poder entregarle estos pequeños gestos de amor.

    Comprendo lo frágiles que somos los humanos y la grandeza de nuestro espíritu.

    Anoche, ocurrió algo significativo. Me dormí profundamente y dormido, en sueños, me puse a rezar. Entonces escuché la voz paternal de Dios que se preguntaba:

    – «¿Qué haré contigo?»

    Yo, intuitivamente respondí:

    – «Devolverme la salud.»

    De pronto surgió una pregunta que me estremeció:

    – «¿Y qué hiciste con la salud que te di?»

    Me vi entonces en un tranque vehicular gritándole al conductor de al lado… luego, molesto con una cajera que no me atendió a tiempo. Surgieron así, en cuestión de segundos, cientos de situaciones similares de las que me avergoncé.

    Sin dejar de amarme, Dios preguntó:

    – «¿Amaste?»

    – «Muy poco Señor», reconocí, «creo que fui egoísta con el tiempo que me diste».

    – «Está bien reconocerlo», dijo con ternura… «Tendrás otra oportunidad. Ama y haz todo el bien que puedas».

    Entonces desperté.

    Algo pasó en ese sueño, que me llenó de esperanza.

    La gripe está cediendo y pronto volveré a salir. Pero esta vez seré diferente. Trataré de ver al prójimo como a mi hermano, y estaré más cerca de Dios: amando, ayudando al que pueda.