Había contratado un carpintero para que me ayudara a restaurar la abandonada casa de mis abuelos, ubicada en medio del campo. La idea de mudarme allí era mi sueño, estaba muy agotado con el trabajo, necesitaba paz y estar en contacto con la naturaleza.
En su primer día, al carpintero se le rompió la cortadora eléctrica y no pudo realizar parte del trabajo; además de eso, como ya era de noche y su viejo camión se negó a arrancar, me ofrecí a llevarlo a su casa. Mientras íbamos hacia allá por un desolado camino, permaneció en silencio. Al llegar a su casa me agradeció y me invitó a conocer a su familia.
Cuando estábamos llegando a la puerta de su casa, él de repente se detuvo frente a un pequeño árbol y tocó las puntas de las ramas con ambas manos. Cuando entró, ocurrió una sorprendente transformación: su cansado rostro estaba luminoso, se acercó a sus pequeños hijos y con amplia sonrisa los saludó y abrazó, y le dio un beso muy cálido a su esposa.
Al retirarme de su hogar, me acompañó hasta el auto. Cuando pasamos cerca del árbol, sentí curiosidad y le pregunté acerca de lo que lo había visto hacer un rato antes.
«Oh, ese es mi árbol de los problemas -contestó. Sé que no puedo evitar tener problemas en el trabajo, pero una cosa es segura: los problemas no pertenecen a la casa, ni a mi esposa, ni a mis hijos. Así que simplemente los cuelgo en el árbol cada noche cuando llego a casa. Luego, en la mañana, los recojo otra vez.»
«Lo divertido es» -dijo sonriendo-, «que cuando salgo en la mañana a recogerlos, no hay tantos como los que recuerdo haber colgado la noche anterior.»