El príncipe de Wu decidió atacar el Reino de Ping. Advirtió severamente a sus súbditos que cualquiera que lo objetara sería condenado a muerte.
Uno de sus mayordomos quiso protestar, pero no se atrevió. En cambio, tomó una honda y unos guijarros y anduvo por el jardín trasero hasta que sus ropas se humedecieron de rocío. Lo hizo durante tres mañanas.
– Ven acá -le ordenó el príncipe. ¿Qué haces para que se mojen tus ropas de rocío?
– Hay un árbol en el jardín -dijo el mayordomo-, y en él una cigarra. Esta cigarra ahí posada, chirriando y bebiéndose el rocío, no sabe que hay un mantis detrás. Y el mantis estirándose cuan largo es, levanta las patas para atrapar a la cigarra, sin saber que hay un gorrión cerca. El gorrión, a su vez, alarga su cuello para picar al mantis, sin darse cuenta que abajo alguien espera con una honda. Estas tres criaturas están tan ansiosas de beneficiarse con lo que tienen ante sus ojos que no advierten el peligro a sus espaldas.
– ¡Bien dicho! -replicó el príncipe, y desistió de su plan.