El primer año que viví en esta casa sembré quince rosales que me habían regalado mis amigos. Fue un trabajo duro, pero yo podía imaginarme un jardín como los de las revistas. Al final de la primavera las rosas florecieron y durante un mes, el jardín fue maravilloso; pero luego las rosas comenzaron a desaparecer.
Intrigada, me di cuenta de que lo que estaba acabando con mis rosas era algo más grande que un insecto y tomé la decisión de capturarlo con las manos en la masa.
Una mañana me levanté a la madrugada y me asomé a la ventana; quedé paralizada al ver al ciervo por primera vez.
Parecía la ilustración de uno de mis libros de infancia. Mientras lo observaba asombrada, el ciervo cruzó lentamente el jardín, olfateó las rosas y luego se comió con delicadeza una de mis especies más finas.
Desde ese día, cada año tengo que tomar una decisión difícil: ¿Pondré una cerca más alta para proteger mis rosas, o dejaré las cosas así para tener un ciervo a tres metros de distancia en el patio trasero de mi casa?
Hasta ahora, cada año, he escogido al ciervo. Después de dos años de observarnos mutuamente a través de la ventana, ahora puedo sentarme afuera mientras él deambula por el jardín.
Yo pensé que estaba plantando rosales para tener un jardín de rosas, pero ahora parece que estaba plantando rosales para tener media hora de silencio cada mañana y cada tarde con este mágico animal.
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