Tan sumido iba el peregrino en sus reflexiones, que advirtió que estaba completamente perdido sólo cuando comenzó a anochecer. Caminó sin rumbo por el bosque hasta que dio con una casita.
Golpeó la puerta, que enseguida fue abierta por un amable anciano.
– Justo a tiempo -lo recibió-. En pocos minutos más será noche cerrada y es muy peligroso andar por ahí. Pasa, buen hombre, entra -e hizo un amplio gesto hacia el interior de la humilde morada-.
– Muchas gracias -se negó el viajero-. Prefiero llegar hoy al pueblo más cercano. Pero sucede que me metí en el bosque y no sé ni dónde está el norte. ¿Me puedes indicar cómo salir de aquí?
– Puedo, pero no te lo recomiendo. Insisto: quédate hasta que amanezca.
– No, no, muchas gracias. Dime hacia dónde debo ir.
Las sombras avanzaban con la rapidez de un telón de teatro. El anciano se apresuró:
– Ya debo cerrar. Si no entras, pues avanza en la dirección de esa estrella -señaló el cielo- y ve con cuidado.
Inmediatamente cerró la puerta.
El hombre reemprendió la marcha. A poco de andar, las nubes ocultaron las estrellas. Misteriosos ruidos amenazaban desde invisibles escondrijos.
Ya estaba agotado, hambriento y muerto de miedo, cuando advirtió con inmenso alivio que había caminado en círculo y estaba otra vez frente a la choza.
– Tenias razón, abuelo -llamó-. No he podido continuar. Acepto tu hospitalidad.
– Demasiado tarde -se oyó la voz desde el interior de la cabaña-. Ahora no me atrevo a abrir. Ya te he dicho que las noches son muy peligrosas por estos lados. Sigue, no más, tu camino. No puedo ayudarte.