Cuatro domingos de Adviento tendrán que pasar para que ya, una vez más, estemos en Navidad.
Es tiempo de preparación puesto que siempre que esperamos recibir a una persona importante, nos preparamos.
La Iglesia nos invita a que introduzcamos en nuestro espíritu y en nuestro cotidiano vivir un nuevo aspecto disciplinario para aumentar el deseo ferviente de la venida del Mesías y que su llegada purifique e ilumine este mundo, caótico y deshumanizado, procurando el recogimiento y que sean más abundantes y profundos los tiempos de oración y el ofrecimiento de sacrificios, aunque sean cosas pequeñas y simples, preparando así los Caminos del Señor.
Caminos que llevamos en nuestro interior y que tenemos que luchar para que no se llenen de tinieblas, de ambición, de lujuria, de envidia, de soberbia y de tantas otras debilidades propias de nuestro corazón humano, sino que sean caminos de luz, senderos que nos conduzcan a la cima de la montaña, a la conquista de nuestro propio yo.
Hace unos días celebrábamos el día de Cristo Rey. Cristo es un Rey que no es de este mundo. El reino que El nos vino a enseñar pertenece a los pobres, a los pequeños y también a los pecadores arrepentidos, es decir, a los que lo acogen con corazón humilde y los declara bienaventurados porque de ellos es el Reino de los Cielos… y a los «pequeños» es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas ocultas a los sabios y a los ricos.
Es preciso entrar en ese Reino y para eso hay que hacerse discípulo de Cristo. A nosotros no toca ser portadores del mensaje que Jesús vino a traer a la Tierra.
Cuatro domingos faltan para que celebremos su llegada. Días y semanas para meditar, menos carreras, menos cansancio del bullicio y ajetreo de compras y compromisos, de banalidades y gastos superfluos… mejor preparar nuestro corazón y tratar de que los demás lo hagan también para el Gran Día del Nacimiento en la Tierra de Dios que se hace hombre.
Esto es el adviento. Preparémonos con ilusión y con fe.