En un día fatídico, se había declarado un gran incendio en una planta química, la cual elaboraba una gran cantidad de productos. Esta planta ocupaba un terreno de una hectárea, con distintos edificios donde funcionaban los distintos laboratorios. Justo en el centro del terreno, estaba levantado el edificio de Administración de la planta y, dentro de él, la caja fuerte donde el dueño guardaba las fórmulas de los productos que elaboraba. El hombre estaba desesperado, pues si perdía esas fórmulas, jamás podría volver a levantar nuevamente su fábrica y volver a producir nada.
Estaban actuando varias dotaciones de bomberos, a las cuales les era muy difícil sofocar el incendio. El dueño de la planta reunió a los jefes de las dotaciones y les dijo: «A la primera dotación de bomberos que llegue a la administración y rescate mis fórmulas, le voy a donar $10,000.»
Imaginen la locura de los bomberos; duplicaron sus fuerzas, pero era imposible llegar al centro del terreno.
De pronto, se escuchó la sirena de una nueva autobomba que llegaba al lugar. Eran los bomberos jubilados del pueblo, quienes raudamente chocaron la pared que rodeaba la planta, la derribaron, entraron a la planta llegando al edificio de la administración. También chocaron las paredes de la administración, destruyendo la caja fuerte y trayendo con ellos hacia fuera las ansiadas fórmulas. Eran los héroes de la jornada.
Una vez sofocado el incendio, el dueño de la planta cumplió con su promesa, y les entregó el cheque por $10,000. Se le ocurrió preguntarles a los ancianos y heroicos bomberos: «¿Qué van a hacer con este dinero?» A lo que el jefe de los bomberos jubilados contestó: «Vamos a arreglar los frenos de la autobomba… ¡nos andamos llevando las paredes por delante!»
Hermanos, no hagamos caso de las apariencias. Dios puede leer en el corazón del ser humano.