Una pareja de recién casados se mudó a un barrio muy tranquilo de la ciudad. Todo era nuevo para ellos y observaban con curiosidad cuanto había a su alrededor.
En la primera mañana en la casa, mientras tomaba café, la mujer reparó a través de la ventana, que una vecina colgaba sábanas en el tendedero. Con una media sonrisa le comentó a su marido:
– ¡Qué sabanas tan sucias cuelga la vecina! Ojalá pudiera enseñarle a lavarlas mejor, o recomendarle mi detergente de la ropa. No la conozco demasiado, pero debería buscar la forma de acercarme sin ofenderla y ayudarle a tener sus sábanas mejor.
El marido la miró con una sonrisa, sin contestarle.
Y así, cada dos o tres días, la mujer repetía su discurso, mientras la vecina tendía sus ropas al sol y el viento, ajena a su observación. Para ella casi se estaba transformando en una obsesión. Seguía pensando en su vecina y en cómo ayudarle a mejorar la limpieza de sus ropas.
Un día, la mujer se sorprendió al ver a la vecina tendiendo las sábanas muy limpias. Le contó a su marido con alegría:
– ¡Qué te parece! La vecina aprendió a lavar la ropa. Parece que no era sólo a mí a quien le llamaba la atención. ¿Le habrá enseñado otra vecina?
El marido le respondió:
– No. Hoy me levanté más temprano y limpié los cristales de nuestra ventana.
A veces criticamos algo que desconocemos, sin saber que quizás los que estamos mal somos nosotros. Todo está en el color del cristal con que se mire.