Cuenta una historia que un joven rico se desprendió de todos sus bienes, entró a un monasterio y se entregó a la oración, al ayuno y al sacrificio.
Pasados los años sentía que todavía había una hoguera que no había sido capaz de apagar: Se airaba con frecuencia… Reñía con un hermano que desentonaba en el coro, con otro, porque hacía desorden y con uno más, porque llegaba tarde a todas partes.
Un día fue donde el director y le dijo que en el monasterio no había encontrado la paz que buscaba, que estaba desengañado y que se iba al desierto a vivir solo.
El abad no estuvo de acuerdo, pero el joven no le hizo caso, emprendió su camino con un cántaro y al llegar al sitio escogido, durmió feliz sobre la tibia arena.
Al despertar, recitó sus salmos, oró y se fue con el cántaro a buscar agua.
Cuando regresaba cantando, tropezó y el agua se derramó. Tres veces volvió por agua y otras tantas veces tropezó y la perdió.
Entonces se enfureció, y de una patada rompió el cántaro. Por largo rato se quedó pensativo mirando los restos del cántaro.
Y finalmente, volvió donde el director, y llorando le dijo:
«Acéptame de nuevo. Ya sé que la causa de mi cólera no está en los hermanos… He aprendido que el enemigo está dentro de mí; está aquí.» -le decía dándose golpes en el pecho.
¿A quién estás culpando de tus propios errores? ¿Sobre quién estás descargando tus frustraciones? El señor Jesús dice que es en el corazón del hombre donde se encuentran los buenos y los malos deseos, los buenos y los malos sentimientos.
No busques lejos de ti, escudriña dentro de tu corazón.