Cuenta una leyenda que un rey tenía tres hijas y a cada una de ellas le pidió que le describiera la profundidad de su amor por él.
La mayor dijo que lo quería tanto como el pan; la segunda, tanto como el vino, y la tercera, tanto como la sal. El rey se enfadó con su hija menor, y por haber elegido la sal la desterró de su presencia.
La hija permaneció desheredada hasta que un día, recibió la ayuda del cocinero del palacio. Siguiendo su consejo, la hija menor le preparó a su padre una de sus comidas favoritas, pero sin sal, totalmente insípida.
Entonces cuando el monarca probó aquel manjar, pero que sin sal se convirtió en algo nada apetecible, comprendió que no podía vivir sin la sal y acogió con gusto a su hija, al entender la profundidad de su amor.
Esta leyenda destaca el valor de algo aparentemente pequeño e insignificante, simbolizado en el poder sazonador, preservativo y antiséptico de la sal.
La sal conserva, purifica y da vida. ¡Pongámosle sal a la vida! Llenémosla de amor y de humor, y aprendamos a valorar lo pequeño.
¡Que lindo es poder cumplir con ese cometido precioso que Nuestro Amado Señor Jesús nos dejara, cuando nos mandó a ser «la sal de este mundo»!