San José era una figura sencilla y humilde, silenciosa y pobre en apariencia, pero Dios le ha encomendado una misión única y maravillosa. Este hombre del silencio es un hombre aparte, aún en medio de los bienaventurados.
Era de estirpe real, de la familia de David. Dios le muestra un amor preferencial, y él responde sereno, fiel y agradecido. José «varón justo», era un verdadero israelita en el que no había engaño. Él va conociendo, una vez que reúne todas las maravillas de la creación, «la hija de las complacencias del Padre», «el paraíso del Espíritu Santo», «la Madre virgen del Verbo hecho carne». Y él es el esposo de María, esposo virgen como ella, con derecho a una santa e inefable ternura, que era para él una gloria celeste. José acepta esta dignidad y la ejerce desde la discreción y el silencio. Con ser esto mucho, la gloria del humilde José es todavía más alta: además de esposo de María, y por serlo, José es padre legal de Jesús.
Un momento difícil y clave en la vida de José fue el descubrir la maternidad de María. Son las llamadas «dudas de José». Entonces interviene el ángel. Le dice que no debe marcharse, le confirma el misterio y le da a conocer su misión con respecto al Mesías.
José cumplió fielmente su misión como esposo de María y padre de Jesús. Fue digno de custodiar los más ricos tesoros del cielo y de la tierra. Hoy sigue protegiendo a la Iglesia como Patrono Universal. José, feliz entre todos los hombres, murió en brazos de la Madre de Dios, y Dios mismo cerró sus ojos. Es patrono de la buena muerte.