Los niños son increíbles. Sencillos, alegres, espontáneos. No tienen vergüenza de nada. Pero también son confiados. En manos de mamá nada puede pasar. Los niños se imaginan invencibles, nada malo sucede si están en los brazos de su madre. Basta que se aleje y sienten miedo, lloran, se desconciertan. Lejos de mamá pierden la confianza.
Cristo defendía a los niños, y nos decía que debíamos ser como uno de ellos, que debíamos nacer de nuevo. Cristo nos invitaba a volvernos sencillos, espontáneos, impresionables como un niño. Esto nos desconcierta, pero sólo en el grado en que no somos como niños.
Esto no significa hacerse infantiles, caprichosos. No significa que lloro hasta que consigo lo que quiero. La fe no significa poner a Dios cara de niño bueno y pedir que haga lo que yo quiero. No significa enfadarse y rabiar con Dios porque no me hace caso, castigar a Dios porque no ha respondido a mi petición.
Cuando un niño no recibe lo que pide, no se enfada para siempre. En el fondo de su corazón sigue amando a su madre, y ese amor le lleva a confiar. Confía porque ama, y ama porque se sabe amado. Aunque esté enfadado, deja que los brazos del amor materno le envuelvan y arropen, unos brazos que protegen de todo daño, de todo peligro. Confía y nada teme.
El amor de Dios es como el de una madre y nunca se agota. Está en nuestras manos aceptar ese amor o rechazarlo. No hace falta mucho, sólo confiar, dejarnos en las manos de Dios. Ahí se acaban las dificultades, ahí se acaban los miedos, si tenemos fe como un niño. Basta confiar, basta lanzarse en los brazos de Dios, basta sentirse «como un niño en brazos de su madre».