Nani era una niñita de seis años. Aquella tarde parecía haberse propuesto generar un terrible chirrido que, por lo estridente, trastornaba los sentidos tanto de residentes como de quienes simplemente pasaban por allí. Y es que iba montada, pedaleando a toda velocidad, en su viejo y oxidado triciclo… un triciclo que habían disfrutado cuatro dueños anteriores.
Era tal la felicidad que mostraba por no haber tenido que disputar con ninguno de sus cuatro hermanos el juguete, que se sentía que era la reina y dueña de la calle.
Realmente no había ninguna cosa en ese instante que le interesara más que pedalear, subiendo y bajando a toda velocidad por la acera. Para ella, ese chirrido ¡era música celestial!
Tras muchas vueltas, se interpuso en su camino un hombre que traía en su mano una latita. Era un anciano de gentiles ojos que transmitían amor. Cuando ella alzó su mirada y vio ese rostro tan bondadoso, su corazón vio al padre y abuelito que nunca tuvo. El diálogo entre los dos fue muy breve: «¿Me dejas arreglarte tu triciclo?» Obviamente, se trataba de uno de los atormentados vecinos. Luego de aceitado el triciclo, se oyó un «gracias, señor», acompañado de una gran sonrisa que ambos se regalaron.
Ese sencillo gesto fue todo lo que bastó para que se iniciara la más pura y grande amistad entre los dos. No había día en que Nani, camino a su escuela, no pasara por el negocio del gentil anciano y le saludase con su manito y una sonrisa a través del vidrio de la ventana.
Pasaron varios días durante los cuales no se vio la figura de la niña; el anciano ya la extrañaba, al haberse acostumbrado a su saludo al iniciar el día. Algo inquieto, se dispuso a visitar la casa de la niña y conocer su realidad. Él era el propietario de una mueblería que abastecía al humilde vecindario y conocía la condición de los vecinos.
Cuando llegó a la vivienda, se dio cuenta del triste drama… la madre estaba enferma y en cama y Nani tenía que cuidar de ella. Al ver la escasez en que vivían, con mucha cautela y ternura dijo el anciano: «Señora, ¿aceptaría que yo costee todos los gastos de su hijita hasta terminar sus estudios, incluyendo todas sus necesidades sin faltar una de ellas?» Con gran asombro e incredulidad la madre estupefacta aceptó tan inmerecido gesto.
A partir de ese día, Nani se vistió siempre con ropa y zapatos nuevos, y ahora comía todo lo que le gustaba, compartiendo con sus hermanitos su «abundancia».
La promesa de ese perfecto desconocido -para ella, como salido de un cuento de hadas o, tal vez, como caído del cielo- se mantuvo, cumpliéndose día a día, hasta terminar sus estudios.
Que Dios bendiga la memoria de ese piadoso anciano. ¿Altruista o filántropo quizás? No sé en realidad, pero lo verdaderamente relevante para mí fueron los momentos felices que él mismo declaró con frecuencia haber extraído de esta encantadora relación de amistad… a pesar de la abismal diferencia de edades. Esa niña, bendecida, supo agregar alegría pura a la vida del anciano al final de sus días.
Anita Irigoyen