La meta última del hombre es el Cielo, su verdadera casa donde el Padre Celeste, en su amor misericordioso, por todos espera.
Dios no quiere que nadie se pierda, por eso hace dos mil años mandó a la tierra a su hijo «buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10). Y Él nos ha salvado con su muerte en la cruz; ¡que nadie torne vana esa Cruz! Jesús murió y resucitó para ser «el primogénito de muchos hermanos» (Rom 8, 29).
En su solicitud materna, la Santísima Virgen vino aquí, a Fátima, a pedir a los hombres «no ofender más a Dios nuestro Señor, que ya está muy ofendido». Es el dolor de Madre que la hace hablar; está en juego la suerte de sus hijos. Por eso, decía a los pastorcillos: «Rezad, rezad mucho y haced sacrificio por los pecadores, que muchas almas van al infierno por no haber quién se sacrifique y pida por ellos».
La pequeña Jacinta sintió y vivió como propia esa aflicción de Nuestra Señora, ofreciéndose heroicamente como víctima por los pecadores. Un día -ya ella y Francisco habían contraído la enfermedad que os obligaba a estar en cama- la Virgen María vino a visitarlos a su casa, como cuenta la pequeña: «Nuestra Señora vino a vernos y dijo que viene a llevar a Francisco muy pronto al Cielo. Y a mí me preguntó si todavía quería más pecadores. Y le dije que sí». Y, al acercarse el momento de la partida de Francisco, Jacinta le recomienda: «Dale muchos saludos míos a Nuestro Señor y a Nuestra Señora, diles que sufro tanto como ellos quieran para convertir a los pecadores». Jacinta quedó tan impresionada con la visión del infierno durante la aparición del 13 de julio, que ninguna mortificación y penitencia era de más para salvar a los pecadores.
Bien podía ella exclamar con San Pablo: «Me alegro de sufrir por vosotros y completo en mí misma lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24).
Fragmento de la homilía del Papa Juan Pablo II durante la Beatificación de los Pastores Jacinta y Francisco en Fátima, 13 de mayo de 2000