Había una vez un agricultor escéptico al cual, entre otras cosas, le costaba trabajo entender el porqué de la Encarnación de Cristo. Siempre que se trataba el tema todos lo escuchaban decir:
– ¿Para qué tenía que venir como uno de nosotros? ¡Por eso no le hacemos caso! Hubiera venido lleno de la gloria que dicen que tiene, y así nos hubiera impresionado… ¡y todos lo seguiríamos!
Cierta noche, una de las más frías de invierno, el hombre oyó un golpeteo irregular contra la puerta. Fue hacia una ventana y vio cómo varios pequeños gorriones, atraídos por el evidente calor que había dentro de la casa, se golpeaban contra el vidrio de la puerta tratando de entrar.
Inmensamente conmovido por lo que veía, el agricultor se abrigó bien y cruzó el patio cubierto de nieve para abrir la puerta del granero y que así los pobres pájaros pudieran entrar. Prendió las luces y con mucho amor echó algo de paja en un rincón. Pero los gorriones, que se habían dispersado en todas direcciones cuando él salió de la casa, se ocultaban en la oscuridad, temerosos.
El hombre intentó varias cosas para hacerlos entrar en el granero. Hizo un caminito de migajas de pan para guiarlos. Dio vuelta por detrás de donde estaban los pájaros, para ver si los podía espantar en dirección al granero. Nada dio resultado. Él, una enorme criatura extraña, los aterrorizaba; los pájaros no podían entender que él estaba tratando de ayudarles.
El hombre de campo se retiró a su casa y observó lleno de compasión a los desdichados gorriones a través de su ventana. Mientras los observaba, una idea le llegó de repente: Si tan sólo pudiera convertirme en un pájaro, ¡ser uno de ellos por un momento! Entonces no los asustaría. Les podría mostrar el rumbo hacia el calor y la seguridad.
Y casi al mismo tiempo, otro pensamiento le estremeció el corazón con gran fuerza: ¡Ahora entiendo, Señor, por qué bajaste naciendo como Jesús entre nosotros!