Etiqueta: Dios

  • Quejas

    Hay personas que pasan todo el tiempo quejándose de esta manera:

    El mundo hoy, va mal… El gobierno no satisface mis necesidades… La Iglesia no me da respuestas… Mis amigos se desaparecieron… La señal de televisión no comenzó a transmitir a tiempo… Mi equipo ha perdido y es posible que descienda… Mi mujer siempre protesta que no le alcanza el dinero… Esos niños que no paran de llorar… Mi jefe no me comprende… La ciudad está toda sucia y las calles están deterioradas… Nadie reconoce mi trabajo… Los precios no paran de subir… ¡Esto no es vida… Así no vale la pena vivir!

    Entonces creemos que todo sería mejor:

    Si yo hubiese nacido en cuna de oro… Si mis padres fueran más inteligentes… Si no existiese tanta gente confundiendo mi vida… Si yo consiguiese un diploma sin tener que estudiar…

    Muchas veces a lo largo de mi vida me hice estos mismos cuestionamientos, que sólo me producían dolor, sufrimiento y depresión. Un día comprendí que todo esto estaba en mi mente, pero que la realidad era otra, por eso dejé de quejarme y comencé a dar gracias a Dios por todo lo que me daba y hacía por mí.

    Ahora veamos en qué condiciones vivió Jesús en este mundo:

    Nació en un establo… Multiplicó los panes y peces en un cesto… Utilizó una casa para hablar a sus seguidores… Hizo un milagro en un barco… Montó en un asno… Fue sepultado en un sepulcro «prestado»…

    Sin embargo, Él nunca se quejó, ni murmuró de su condición. Jamás habló de la situación.

    No pierdas el tiempo lamentándote por lo que no tienes o por lo que no puedes alcanzar. Pregúntale a Dios cuál es Su plan y Su propósito para tu vida y espera. Un día, sin darte cuenta, estarás haciendo lo que siempre quisiste. Cambia tus quejas por paciencia, esperanza y fe.

  • Cuando uno se siente solo y desesperado

    Oración para rezar cuando uno se siente solo y desesperado, y con necesidad de ser sanado por Dios.

    Cuando no nos hacen caso, cuando pensamos que no somos importantes, cuando no nos tienen en cuenta, nuestra alma queda herida. Con heridas profundas al sentirnos invisibles, indiferentes para otros. Las heridas cuando no nos valoran, cuando somos sólo un número, cuando otros brillan más que nosotros.

    Pero cuando alguien nos mira en lo más hondo, ve lo que sentimos por dentro, nos pregunta cómo estamos, se detiene en su camino y nos dice que sin nosotros su vida no sería igual, que nos quiere, que nos necesita, todo se calma. Todo se sana.

    Eso es lo que hace Dios con nosotros. Nos mira. Sabe lo que nos sucede. Nuestra inquietud, nuestra herida que sangra. Se deja tocar. Se detiene. Nos abraza. Nos sana con su amor personal que nos dice que nos esperaba, que nos quiere como somos, que nos necesita, que le importamos.

    Decía el Papa Francisco: “¡Cuántas veces pienso que le tenemos miedo a la ternura de Dios! No dejamos experimentar la ternura de Dios. Y por eso tantas veces somos duros, severos, somos pastores sin ternura. No creemos en un Dios etéreo. Creemos en un Dios que se hizo carne. Nos va a aliviar”.

    Me gustaría tener mucha fe. Me gustaría ser capaz de vencer los miedos tantas veces y tocar a Jesús. Y a aquellos que llevan a Jesús en su alma. Tocar la vida que se me regala. No pasar de largo. No temer. Pedir ayuda.

    Todos necesitamos ser sanados. ¿De qué quiero que me cure hoy Jesús? ¿Cuál es mi herida? Una persona rezaba:

    «Quiero avanzar en la senda que tienes para mí marcada. Me equivoco tantas veces…
    Me pierdo y siempre me encuentras. Me buscas por los caminos cuando no sé dónde verte, ni tocarte, ni quererte.

    »Quiero abrazar con silencios la noche en la que me encuentras.

    »Solo, desatado, herido. Apagado por la muerte que recorre hoy mis venas.

    »Quiero correr y sentarme. Tocar con mis manos rotas. Retenerte en un intento por evitar que te alejes.

    »Quiero mirar con voz queda. Quiero ser lo que no he sido, abrazado por tus manos. Y volver a ser eterno.
    Quiero acariciar la luna que sueño en mis adentros.
    Quiero vestirme de vida. Dejar la muerte a mi lado. Teñirme de un sol intenso.

    »Quiero ser. Quiero vivir. Quiero amar. Quiero, sí, lo que Tú quieras».

    Pero nos falta fe en el poder sanador de Jesús. Necesitamos tocar los lugares santos para ser sanados. Pero a veces no nos acercamos al que nos da la vida, sino al que nos la quita. No tocamos lo que nos salva, sino lo que nos encadena. No somos audaces para la vida.

    Me gustaría hacer siempre vida lo que dice el estribillo de una canción: “Quiero tocar, Señor, tu manto. Quiero oír tu voz gritar: levántate, a ti te hablo, levántate”. Sin miedo, sin tener que pedírselo con palabras. Simplemente acercarme a Él a escondidas y tocar su manto.

    ¡Cuánta fe! Me gustaría creer en su poder sanador. Todos estamos enfermos, heridos, solos.

  • Tirar la casa por la ventana

    A fines del siglo dieciocho y principios del diecinueve hubo una costumbre muy curiosa que se popularizó en España a raíz de la lotería instaurada en 1763 por orden del rey Carlos III. Las personas que resultaban premiadas por la lotería tiraban por las ventanas todos sus muebles y enseres viejos. Con eso daban a entender que desde ese momento comenzaba para ellas una nueva vida de lujo y riqueza.

    La costumbre se fue extendiendo hasta penetrar en el reino de Nápoles, que en aquel entonces estaba bajo el dominio de los Borbones. Hoy se practica en muchos lugares del sur de Italia, donde en la noche de Fin de Año la gente arroja toda clase de objetos viejos como anuncio de fortuna y de bienestar para el nuevo año.

    Así tuvo su origen la frase «tirar la casa por la ventana». Entre los españoles se suponía que quienes la expresaban se habían ganado la lotería. En cambio, entre los napolitanos bastaba el solo deseo de ganarse la lotería o su equivalente en buena fortuna. Para ellos el acto de tirar objetos viejos por la ventana era como regar semillas de fe con la ferviente esperanza de que germinaran junto con el año que entraba y que les produjeran el año nuevo más próspero de su vida.

    Si bien estos dos pueblos latinos difieren en su manera de interpretar la frase, tienen en común la idea de despojarse de lo viejo a fin de revestirse de lo nuevo. Con ese simbolismo reflejan el deseo que todos tenemos de deshacernos de las cosas viejas y adquirir cosas nuevas en su lugar. Eso no tiene nada de extraño; es más, es común y corriente en la condición humana. Pero cuando lo enfocamos mal, nos salimos de los linderos establecidos por Dios para nuestro bienestar eterno.

    Eso es precisamente lo que sucede cuando queremos cambiar a nuestra esposa, fiel amante que es, por una nueva amante, o cuando nos vamos al extremo de perseguir a todo vapor el dinero, el poder y la fama, en lugar de buscar la paz interior, la satisfacción de ser buen esposo o buena esposa, buen padre o buena madre, buen hijo o buena hija, buen amigo o buena amiga.

    Si el año entrante de veras deseamos una nueva vida, no haremos más que perder tiempo si la buscamos en cosas externas como el lujo y la riqueza, porque éstas, a la larga, no satisfacen. Lo único que de veras satisface es una renovación interna. Por eso a los efesios San Pablo les escribió «con respecto a la vida que antes llevaban,… que debían quitarse el ropaje de la vieja naturaleza… y ponerse el… de la nueva, creada a imagen de Dios».

    ¿Por qué no tomamos la resolución de experimentar en carne propia esa misma renovación interna? De hacerlo así, cada nuevo año que pase podremos testificar que la vida nueva en Cristo, el Hijo de Dios, es la única lotería que tiene valor eterno.

  • Mi regalo de cumpleaños

    En septiembre de 2008 un joven, feligrés de aproximadamente 20 años, me llamó llorando, pidiendo que lo atendiera urgentemente. A pesar de la fatiga de ese día, pues ya era de noche, le recibí en mi casa. Me dijo que su novia quedó embarazada de gemelos y que ya había tomado la decisión de abortar, porque ya tenía dos hijas de otra relación. Después de escucharlo, le pedí el teléfono de la chica para conversar con ella, aun a riesgo de escuchar algún insulto, porque sabía que ella no era practicante.

    Tomé valor y la llamé para fijar una cita en mi casa al día siguiente. Ella vino con su hermana. El aborto estaba programado para el día después. Para salvar a los gemelos traté de sacar todos los argumentos bíblicos y también le hablé de los riesgos de la cirugía. Mi intervención no tuvo éxito. Entonces hice la siguiente propuesta: «Ten estos niños y yo me quedaré con ellos». Después de esto, ella se enfadó y dijo que nunca le daría su hijo a nadie.

    Entonces, como un último intento, dije que comprendía todos sus sufrimientos y que quisiera hacer una oración por ella. Eso sí lo aceptó; se levantó y le impuse las manos sobre la cabeza e hice una oración silenciosa. Entonces, sin pedir permiso, puse las manos sobre su vientre y consagré en voz alta a los bebés al Corazón Inmaculado de María. En ese momento la joven comenzó a llorar y se sintió tocada por el Señor. Y le dije: «¡Tendrás estos niños y no vas a abortarlos, porque María ya es su madrina!».

    Salió de la casa en silencio y sin decir si tomaría en cuenta mi consejo sacerdotal. Una semana después su novio me llamó diciendo, para la Gloria de Dios, que ella no abortó y que decidió tener a los niños.

    Después de unos meses, el 20 de abril de 2009, recibí otra llamada de este muchacho contándome que acababan de nacer sus dos hermosas hijas. Yo me emocioné mucho y apenas podía hablar. Él me preguntó por qué lloraba tanto y simplemente le dije: «¡Hoy es mi cumpleaños!».

    Este fue el regalo más grande que haya recibido jamás, y una señal del Señor en mi ministerio sacerdotal.

    P. Flávio Jorge Miguel Júnior

  • Cada cumpleaños

    El tiempo pasa. La vida no se detiene. Llega un nuevo cumpleaños.

    De niños, o también de grandes, el cumpleaños es el momento de los festejos. El pastel, las velas, las canciones, los aplausos, los regalos…

    En cada cumpleaños recordamos a los propios padres. Fueron ellos quienes, desde su amor, se abrieron a la esperanza y a la vida. Fueron ellos quienes soportaron días y noches de lloriqueos o de caprichos. Fueron ellos quienes lavaron, compraron, levantaron, curaron, dieron de comer a un pequeñuelo indefenso y necesitado.

    Recordamos a otros familiares: hermanos, abuelos, tíos, primos, sobrinos. En cada familia, ¡cuántas relaciones no sólo de carne y de sangre, sino de afectos y de cariño sincero!

    Recordamos a educadores: en una primaria con niños que jugaban y que no sabían cómo escribir letras misteriosas, y en otras etapas de formación, donde hombres y mujeres dieron lo mejor de sí mismos para introducirnos en el mundo inmenso de la ciencia.

    Recordamos a médicos, enfermeros, practicantes, farmacéuticos, profesionales de la salud, que nos «cosieron» una herida profunda, que nos dieron la medicina adecuada para curar una infección maligna, que nos sonrieron para hacer más llevadero el momento de esa inyección tan dolorosa.

    Recordamos a catequistas, religiosas y laicos ejemplares; a sacerdotes que nos dieron los sacramentos, sobre todo ese magnífico regalo de la Eucaristía y ese encuentro purificador en cada confesión de los pecados.

    Recordamos, en definitiva, a Dios. Él quiso nuestra llegada al mundo. Él quiso acompañarnos en tantas situaciones difíciles y en tantas alegrías. Él quiso iluminar los momentos de oscuridad y de dudas. Él quiso abrir ventanas de esperanza ante la pérdida de un empleo, el inicio de una enfermedad, o las caídas en ese mal tan destructivo que se llamaba pecado.

    Los festejos han terminado. Vuelve la vida ordinaria. El corazón ha sentido algo parecido al perfume de jazmines y al canto de los petirrojos: la belleza de una vida que inicia desde la bondad y que avanza, día a día, hacia el encuentro eterno con el Padre que nos ama, y con tantos seres queridos que fueron, o siguen siendo, faros de esperanza y de alegría.

    P. Fernando Pascual LC