Su rostro, reflejado en la pantalla de la computadora, mostraba la lucha de su corazón: con el mouse en la mano, enfrentaba una intensa batalla interior; tan intensa como la lluvia que caía en la ciudad aquella noche. ¿Cuál era el problema? ¡Nunca nadie lo sabrá! Si fuese un enviciado, tal vez; pero Carlos sólo consideraba aquello un pasatiempo. Su mente fabricaba argumentos, con el fin de comprar aquella película, pero su corazón gritaba: ¡No!
La batalla de Carlos es la figura exacta de lo que sucede a muchos que buscan argumentos racionales para avalar sus pecados. Desde que el mundo es mundo, el ser humano intenta justificar las cosas malas.
En la soledad de la noche, una lista infinita de argumentos desfiló por la mente de Carlos: «Eso era malo en tiempo de mis padres»; «Eso es terrorismo de la iglesia»; «Moralismo barato»; «Puritanismo sin lógica». Ante todos esos argumentos, ¿cómo no iba a ser víctima de sus deseos?
En su abierta rebelión en contra de Dios, el ser humano lo ataca argumentando que es un déspota, un tirano, un dictador que se complace en quitar la libertad de sus criaturas, al bloquear los «placeres» de esta tierra con un sello de «prohibido». Esa acusación no es nueva; nunca lo fue: hace miles de años, uno de los ángeles inició una rebelión celestial utilizando las mismas acusaciones.
Dios ama a sus hijos y, en su infinito amor, dice «No» para algunas cosas, y orienta a sus hijos a obedecer por su propia seguridad. Dios jamás obliga a nadie a seguir el camino que Él presenta: la decisión siempre es tuya. Una prueba de eso es el árbol del bien y del mal, en el Jardín del Edén. No estaba escrito, pero la opción de escoger era potestad del ser humano. La obediencia a Dios no es esclavitud, sino el resultado de una elección.
Hoy, al salir para vencer tus desafíos, con seguridad encontrarás muchos «árboles» de prueba. En todas las situaciones recuerda que, cuando Dios ordena que no comas del árbol de la ciencia del bien y del mal, es porque te ama; pero la elección es siempre tuya. Recuerda que «la serpiente era astuta, más que todos los animales del campo que Jehová Dios había hecho…» (Génesis 3:1)