En agosto de 2001, cierto hombre de negocios judío de Nueva York llegó a Israel en viaje de negocios. Entre una reunión y otra, el empresario aprovechó un breve paréntesis para tomar un bocado en una pizzería que encontró en el centro de Jerusalén. Como era mediodía, el local estaba atestado de gente. Nuestro visitante se dio cuenta que iba a tener que esperar mucho si quisiese comer algo, pero realmente no tenía tanto tiempo. Indeciso e impaciente, se acercó al mostrador esperando un milagro.
Viendo la angustia del extranjero, un israelí le ofreció su lugar en la cola. «Yo puedo esperar», le dijo. Muy agradecido, aquél aceptó. Hizo su pedido, comió rápidamente y se dirigió a su próxima reunión de negocios. Apenas había salido oyó una explosión y un revuelo general en la calle. La gente corría y ya se escuchaban las sirenas de las fuerzas de seguridad y de las ambulancias. Comprendió que había ocurrido algo serio. Como extranjero que era, no lo sabía a ciencia cierta, y un transeúnte alborotado le explicó que había sido un grave atentado en la pizzería de la esquina.
Nuestro hombre palideció. Por poco hubiera sido él una de las numerosas víctimas. De repente, se acordó del israelí que le había cedido su lugar. Seguramente todavía estaría en la pizzería; le había salvado la vida y ahora podría estar muerto. Consternado, dejó a un lado todos sus compromisos y corrió hacia el local para tratar de saber lo que le hubiera ocurrido. Pero encontró un caos total. La Jihad Islámica había colocado muchos clavos en la bomba para aumentar su poder destructivo. En total, 18 personas habían perdido la vida, entre ellas seis niños. Otras 90 estaban heridas, algunas de gravedad. Ahora estaban siendo evacuadas.
Las sillas de la pizzería estaban desparramadas por la calle, las personas gritaban y lloraban y algunas trataban de ayudar. Policías y voluntarios socorrían a todos los que estaban ensangrentados, heridos y muertos por la calle. Una mujer con su bebé ensangrentado clamaba pidiendo ayuda.
El norteamericano buscó a su salvador entre los ruidos de las sirenas, pero no consiguió encontrarlo. Decidió que intentaría por todos los medios saber lo que le ocurrió a su salvador. Estaba vivo gracias a él y necesitaba saber lo que le había ocurrido para ayudarle en caso de necesidad y, sobre todo, agradecerle el gesto que le había hecho, gracias al cual nada le había pasado.
De modo que, en lugar de hacer negocios, comenzó a recorrer los hospitales, y finalmente lo encontró, herido pero fuera de peligro. Conversó con el hijo de este israelí que ya estaba al lado de su padre, y le contó lo que había ocurrido.
Le dijo que le debía su vida, por eso podían contar con él para cualquier ayuda que necesitasen. Le dejó su tarjeta personal e insistió que le avisaran en caso de que precisaran de algo.
Un mes después, ese hombre de negocios neoyorquino recibió un llamado de este muchacho, en el que le informaba que su padre necesitaba una operación de emergencia y según el médico, el mejor hospital para ese tipo de cirugía estaba en Boston. El norteamericano no lo pensó dos veces y organizó todo para poder operarlo en pocos días. Además, insistió en ir a recibirlo personalmente y acompañarlo hasta Boston, que queda a una hora en avión de Nueva York. Tal vez otra persona no hubiese obrado hasta tal punto, pero ese judío se sentía en la obligación de devolver el gran favor que aquél le había hecho.
Ese martes por la mañana, nuestro hombre no acudió a su oficina en Nueva York para viajar a Boston y recibir a su amigo. Por lo tanto, ese día 11 de septiembre de 2001 a las 9 de la mañana, no estaba en su oficina del piso 101 de las Torres Gemelas.