Don Pedro, un veterano y humilde cristiano, que vivía solo, se gozaba únicamente en la bendita compañía de su Salvador y Señor. Se las arreglaba sólo percibiendo una modesta pensión ferroviaria.
«Solo, ¡nunca!», decía siempre don Pedro, «mi Señor está conmigo». El puso a prueba muchas veces las promesas de su Señor, y su sencilla fe nunca fue defraudada.
Un día se encontró en dificultades. El pago de la pensión se atrasó, ya no tenía nada de dinero y en casa no había nada para comer.
Como siempre, elevó a Dios su oración: «Señor, tú sabes que no tengo nada para comer hoy, y tengo hambre. Te ruego que escuches a tu hijo; tú nunca me has dejado. Dame lo que necesito.»
Llegó la hora de almorzar. Don Pedro tendió su rústica mesa, se sentó, inclinó su cabeza y dio gracias a Dios por los alimentos. No había pronunciado el «Amén» cuando golpearon a su puerta. Era un vecino que traía una fuente de pescado cocido.
– No se ofenda, vecino, ayer fui a pescar y traje tanto a casa que nos ha sobrado, y mi señora me dijo: «Juan, lleva todo esto a don Pedro, puede ser que él lo necesite.»
Don Pedro tomó la fuente y elevando sus ojos al cielo dijo: «¡Gracias, Señor!». El vecino se fue pensando: «Qué atento está hoy don Pedro, siempre me llama Juan a secas, y hoy me trató de Señor»