Joe era un borracho que milagrosamente se había convertido en la Misión Bowery. Antes de su conversión, se había ganado la fama de ser un sucio borracho para quien no había esperanza, era solamente una miserable existencia en el suburbio. Pero luego de su conversión a una nueva vida con Dios, todo cambió. Joe se transformó en la persona más atenta que la misión hubiera conocido. Joe pasaba sus días y sus noches en la misión haciendo todo lo que era necesario. No había ninguna tarea que se le solicitara, la cual él considerase indigna de hacer. Ya sea para limpiar el vómito dejado por algún alcohólico muy enfermo, o para cepillar los inodoros, después que hombres descuidados dejaran el baño hecho una inmundicia. Joe hacía lo que se le pedía con una sonrisa en sus labios y una aparente gratitud por la oportunidad de poder ayudar. Se podía contar con él para dar de comer a hombres débiles que provenientes de la calle entraban en la misión, y para desvestir y llevar a la cama a hombres que estaban demasiado perdidos como para cuidar de sí mismos.
Una tarde, mientras el director de la misión estaba dando su mensaje evangelístico a la usual multitud de hombres hoscos y silenciosos con sus cabezas gachas, hubo un hombre que levantó la mirada, vino por el pasillo hasta el altar y se arrodilló para orar, pidiéndole a Dios que le ayudase a cambiar. El borracho arrepentido no dejaba de gritar. «¡Oh Dios! ¡Hazme igual a Joe! ¡Hazme igual a Joe! ¡Hazme igual a Joe! ¡Hazme igual a Joe!»
El director de la misión se inclinó hacia adelante y le dijo al hombre: Hijo, yo creo que sería mejor si orases, «Hazme igual a Jesús».
El hombre levantó la cabeza para mirar al director con una burlona expresión en su rostro y le preguntó: «¿Es él igual a Joe?»