De niño, mientras crecía, conocí un hombre que me parecía más grande que la vida misma. Su nombre era Edwin E. Bailey, y atendía el observatorio astronómico del Instituto Franklin de Filadelfia. Yo iba, la mayoría de los sábados, al Instituto Franklin solamente para pasar tiempo con él. Su mente de enciclopedia me fascinaba. Parecía saber algo sobre todo.
Fuimos amigos con Ed Bailey hasta que falleció hace varios años atrás. Fui a visitarlo, cuando estaba en el hospital, después de sufrir un severo ataque de presión. En un esfuerzo por charlar un poco, le conté acerca de todos los lugares donde había estado hablando y cómo había llegado hasta su cama, directamente desde el aeropuerto.
Me escuchó y después me dijo en una forma levemente sarcástica: «Has ido por todo el mundo y llegado a personas que, diez años después, no recordarán tu nombre. Pero no has tenido tiempo para las personas que te quieren realmente.» Esta frase tan simple me golpeó fuertemente y cambió mi vida. Decidí no dejar que mi tiempo fuera usado por personas a las cuales no les importo, mientras descuido a aquellos para los cuales soy irremplazable.
Un amigo mío recibió, hace poco, un llamado desde la Casa Blanca pidiéndole una conferencia con el presidente de los Estados Unidos. El la rechazó, debido a que iba a ser el día que había prometido pasarlo con su nieta en la costa del mar. La nación sobrevivió sin él, el presidente no lo extrañó, y su nieta tuvo un día maravilloso con su «Abuelito». Las prioridades debieran ponerse primero siempre.