Un sacerdote acababa de invitar a sus oyentes a arrepentirse, cuando un joven exclamó:
– Usted habla del peso del pecado. Yo no lo siento ¿Cuánto pesa? ¿Veinte kilos, cien kilos?
– Dígame -le preguntó el sacerdote- Si usted pusiera un peso de cien kilos sobre el pecho de un hombre muerto, ¿lo sentiría él?
– No, ya que está muerto -contestó el joven.
El sacerdote prosiguió:
– Pues bien, el hombre que no siente el peso del pecado está moralmente muerto.