Cuando Colin Powell era un joven oficial de infantería, sirvió en Frankfurt, Alemania.
Un día su pelotón fue asignado para custodiar un cañón atómico de 280 milímetros. Powell alertó a sus hombres, cargó su pistola calibre 45 y saltó dentro de su jeep.
Después de un pequeño recorrido, se percató que ya no tenía su pistola 45. Sabiendo muy bien que la pérdida de un arma era considerada un asunto serio, llamó de mala gana por radio a su capitán Tom Miller.
Cuando Powell regresó, el capitán Miller le dijo: «Tengo algo para usted», y le entregó a Powell su pistola. Le dijo: «Algunos niños del barrio la encontraron donde se le cayó de su cartuchera». Powell sintió un escalofrío.
¿La habían encontrado niños?
«Sí»; continuó Miller, por suerte solamente dieron una vuelta antes de oír nosotros el tiro y quitarles la pistola. Miller concluyó: «Por el amor de Dios, hijo, no permitas que esto ocurra otra vez».
Powell revisó más tarde su pistola y comprobó que no había sido disparada. La había perdido dentro de su tienda de campaña. Miller había urdido esa historia para darle un susto.
Powell concluyó su relato: «Su ejemplo de liderazgo inteligente no se perdió en mí. Nadie llegó jamás a la cima sin resbalar. Cuando alguien tropieza, no creo que hay que pisarlo fuerte. Mi filosofía es: Levántalo, sacúdele el polvo y ponlo nuevamente en carrera».