«Sal del arca tú, y tu mujer, y tus hijos, y las mujeres de tus hijos contigo.» (Génesis 8:16)
Recuerdo la última noche en mi tierra natal. Al día siguiente, partiríamos hacia la capital, en búsqueda de nuevos horizontes. Yo debía tener trece años: era un adolescente, con ganas de vivir. Miré el cielo estrellado, y noté que la noche estaba más melancólica que nunca. Me senté en la terraza, donde en otros tiempos me había sentido tan feliz. ¡No podía negar que me asustaba lo desconocido!
Hoy, entiendo que mis padres tuvieron el valor de aceptar que, en la vida, es necesario «salir del arca» si quieres vencer. El arca significa lo conocido, lo cómodo, lo seguro; aquello que no implica ningún riesgo. Si te quedas en ella, jamás verás nuevos horizontes. Dios no te creó para que envejezcas en el arca: el barco de madera es sólo una medida de emergencia; es circunstancial. La orden divina es: «Sal del arca».
¿Cuál es el arca del que te aferras? Todos los días, por diferentes motivos, los seres humanos viven construyendo arcas y justificando su permanencia en ellas.
Dios es un Dios de desafíos. A Abraham le ordenó, cierto día: «Sal de tu tierra, de tu parentela, a una tierra que yo te mostraré». Y el patriarca, con 65 años de edad, no vaciló: tomó a su gente y partió. A Pedro le dijo, una noche: «Ven». Y el discípulo abandonó sus temores, sacó el pie del barco y fue a Jesús, andando por encima del agua. Tú sabes que nadie puede andar por encima del agua; si lo haces, quiebras una ley de la naturaleza. ¿Sabes lo que Jesús te quiere decir hoy? Que, si eres capaz de verlo en medio de la oscuridad y sales del barco, podrás quebrar el presente estado de cosas.
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