Esa mañana despertó como todos los días, enojado con el mundo, con una tristeza no procesada que se dejaba entrever en cada uno de sus actos. Cuando logró dejar sus sábanas, encendió un cigarrillo y tomó café, cargado y sin azúcar, como lo indicaba la rutina. Acto seguido, se vistió, tomó las llaves de su casa y sin siquiera mirarse al espejo o asearse, dejó su casa y partió en busca de una botella de ron. Al entrar en la tienda, se dirigió al vendedor:
– Dame una botella de ron -dijo con tono golpeado y sin saludar-.
– Buenos días, señor -respondió el dependiente y luego siguió- ¿Qué ron desea?
– Cualquiera, el más barato.
– Tenemos una oferta de bebida y ron.
– No te pedí bebida, sólo quiero ron -contestó ofuscado-.
– Señor, la bebida viene de regalo.
– ¡Ya te dije que no quiero bebida! -dijo alzando la voz- Sólo quiero ron, ¿es tan difícil de entender… o eres idiota? Bueno… para atender en una licorería, no necesitas mucha inteligencia.
– Por favor, no me grite -agregó el dependiente perdiendo la paciencia-. Probablemente para atender en una licorería no se necesite mucha inteligencia, pero al menos tengo educación y lo he tratado con respeto, le pido que haga lo mismo conmigo.
– ¡Vete a la mierda! -refunfuñó al mismo tiempo que salía de la tienda-.
Mientras caminaba, el hombre sintió un peso en el pecho, era una sensación parecida a la angustia, totalmente desconocida para él; por consiguiente, no sabía qué hacer, así es que apuró el paso para llegar pronto a su casa. Cuando lo logró, tiró las llaves con fuerza contra la pared, se dejó caer en el suelo quedando en posición fetal con sus manos cubriéndole el rostro y lloró… lloró como nunca antes lo había hecho.
Deja un comentario