Se cuenta que un viejo árabe analfabeto oraba todas las noches con tanto fervor y con tanto cariño que, cierta vez, el rico jefe de una gran caravana lo llamó y le preguntó:
– ¿Por qué rezas con tanta fe? ¿Cómo sabes que Dios existe, si ni siquiera sabes leer?
El fiel creyente contestó:
– Gran señor, conozco la existencia de Dios por las señales que nos muestra.
– ¿Cómo es eso? -quiso saber el jefe, admirado.
El humilde siervo explicó:
– Cuando usted recibe una carta de una persona ausente, ¿cómo reconoce quién la escribió?
– Por la letra -le contestó.
– Y cuando usted admira una joya, ¿cómo se informa sobre su autoría?
– Por la marca del orfebre, claro.
El siervo sonrió y agregó:
– Cuando oye pasos de animales, alrededor de la tienda, ¿cómo sabe, después, si fue un carnero, un caballo o una vaca?
– Por las huellas -respondió el jefe, sorprendido.
Entonces, el viejo creyente lo invitó a salir de la tienda y le mostró el firmamento, donde la luna brillaba, cercada por multitudes de estrellas, y exclamó, respetuoso:
– Señor, esas señales allí arriba ¡no pueden ser de los hombres!
En ese momento el orgulloso caravanero, se rindió a las evidencias y, allí mismo, en la arena, bajo la luz plateada de la luna, también empezó a orar.
Recordemos que las obras hechas por los hombres son firmadas para que no se confunda el autor; mientras que las obras de Dios no traen su firma porque, sencillamente, solamente Él es capaz de hacerlas, nadie más.
Partiendo del principio de que no hay obras sin autor, todo lo que no es obra del hombre, sólo puede ser obra de Dios. Como dijo el gran poeta francés Víctor Hugo: «Dios es lo invisible evidente».