Una mañana, cuando nuestro nuevo profesor de Introducción al Derecho entró en la clase, lo primero que hizo fue preguntarle el nombre a un alumno que estaba sentado en la primera fila:
– ¿Cómo te llamas?
– Me llamo Juan, señor.
– ¡Vete de mi clase y no quiero que vuelvas nunca más! -gritó el desagradable profesor.
Juan estaba desconcertado. Cuando reaccionó, se levantó torpemente, recogió sus cosas y salió de la clase.
Todos estábamos asustados e indignados pero nadie dijo nada.
– Está bien. ¡Ahora sí! ¿Para qué sirven las leyes?
Seguíamos asustados pero poco a poco comenzamos a responder a su pregunta:
– Para que haya un orden en nuestra sociedad.
– ¡No! -contestó el profesor
– Para cumplirlas.
– ¡No!
– Para que la gente mala pague por sus actos.
– ¡¡No!! ¿Pero es que nadie sabrá responder esta pregunta?
– Para que haya justicia -dijo tímidamente una chica.
– ¡Por fin! Eso es… para que haya justicia. Y ahora ¿para qué sirve la justicia?
Todos empezábamos a estar molestos por esa actitud tan grosera. Sin embargo, seguíamos respondiendo:
– Para salvaguardar los derechos humanos.
– Bien, ¿qué más? -decía el profesor.
– Para discriminar lo que está bien de lo que está mal.
– Sigan…
– Para premiar a quien hace el bien.
– Bueno, no está mal. Pero… respondan a esta pregunta: ¿actué correctamente al expulsar de la clase a Juan?
Todos nos quedamos callados, nadie respondía.
– Quiero una respuesta decidida y unánime.
– ¡¡No!! -dijimos todos a la vez.
– ¿Podría decirse que cometí una injusticia?
– ¡Sí!
– ¿Por qué nadie hizo nada al respecto? ¿Para qué queremos leyes y reglas si no disponemos de la valentía para llevarlas a la práctica? Cada uno de ustedes tiene la obligación de actuar cuando presencia una injusticia. Todos. ¡No vuelvan a quedarse callados nunca más!
– Vete a buscar a Juan -dijo mirándome fijamente.
Aquel día recibí la lección más práctica de mi clase de Derecho.