Si hoy nosotros le preguntamos a Cristo: «¿Dónde vives, Rabí?» Él nos respondería lo mismo que a los discípulos de Juan: «Vengan a ver».
Pero ciertamente nos llevaría a donde llevó a los discípulos de Juan…
Ahora nos llevaría a las miserables chozas de cartón y de lámina que pueblan los cinturones de miseria que rodean las grandes ciudades.
Nos mostraría esos cuartos de vecindad y residenciales donde se amontonan ocho o diez seres humanos, en las condiciones más antihigiénicas para su salud física y moral.
Nos conduciría a los quicios de las puertas, donde sin más abrigo que un perro echado a sus pies, pasan la noche -cuando llegan a pasarla- los infelices enfermos.
Nos enseñaría las puertas de los cines (en muchas ciudades) o los puestos callejeros de los mercados donde, envueltos en periódicos, duermen los niños de la calle y los ambulantes.
Y no sólo veríamos dónde vive ahora Cristo, sino dónde tiene hambre y sed, frío y enfermedad y falta de trabajo y ganas -quizá- de ponerse a beber, a olvidar y a morir.
Porque desde que Jesús nos dijo que lo que hiciéramos por los pobres y necesitados lo haríamos por él, Cristo vive donde viven los más desposeídos de nuestra sociedad.