Había una vez un viejo campesino que vivía del producto de algunos mu de tierra que él mismo cultivaba. Era un hombre débil de carácter, pero tomaba su debilidad con espíritu apacible.
Un día fueron a decirle:
– Su vecino ha metido su vaca en el campo de usted y el animal ha pisoteado toda su plantación de arroz.
– No lo habrá hecho a propósito -contestó el viejo campesino-. No tengo nada que reprocharle.
Al día siguiente, vinieron a decirle:
– Su vecino está cosechando el arroz del campo de usted.
– Mi vecino no tiene gran cosa que comer -explicó el viejo campesino-; mi arroz madura antes que el suyo, y que coseche un poco para alimentar a su familia, no tiene ninguna importancia.
Esta humildad que siempre empujaba al viejo a hacer concesiones, volvió al vecino cada día más audaz; se apropió de una parte del campo del viejo, y para hacer un mango a su azadón, cortó una rama del árbol que sombreaba la tumba de los antepasados del anciano.
Perdiendo la paciencia, el viejo campesino fue a pedirle explicaciones:
– ¿Por qué se ha apoderado usted de una parte de mi campo?
– Nuestros campos están juntos -contestó el bribón-, los dos pertenecen al mismo terreno sin cultivar que desbrozamos; la línea de demarcación nunca ha sido bien definida. ¿Usted me reprocha que usurpo su tierra? ¡Pero si es más bien usted quien se apodera de la mía!
– De todas maneras, ¿por qué ha cortado usted las ramas del árbol que sombreaba la tumba de mis antepasados?
– ¿Y por qué no enterró más lejos a sus antepasados? -contestó el otro-; ese árbol tiene raíces que se extienden por debajo de mis tierras y ramas que pasan por encima de mi campo. Si yo quiero cortarlas, ¡eso es cuenta mía!
Ante tanta mala fe, el campesino empezó a temblar de cólera, pero su debilidad de carácter se impuso y, despidiéndose de su vecino, le dijo:
– ¡Esto que sucede es culpa mía, enteramente culpa mía! ¡No debí escogerlo a usted como vecino!