Era una antigua y grandiosa mansión de Saint Paul, Estado de Minnesota, que había sido el orgullo y gozo de sus dueños originales. A lo largo de los años de maltrato y poco mantenimiento, aquella casa se había ido deteriorando. Por fin la habían abandonado, y la habían marcado para demolerla.
Solo días antes de la fecha fijada para demolerla, un matrimonio joven pasó junto a ella, y viendo más allá de lo que era obvio, vieron lo que podría llegar a ser. Decidieron comprarla para restaurarla.
Finalmente, se llegó a un acuerdo poco acostumbrado: La Municipalidad de la Ciudad les vendió la mansión por un precio simbólico de 1 Dólar, con la condición de que se mudaran a ella el día en que se finalizara el traspaso de propiedad, para poder justificar la venta y la no demolición. El matrimonio lo aceptó.
Aquella casa era un desastre sucio, infectado de ratas y con las ventanas rotas y sólo servía para destruirla. Así le parecía a todo el mundo, menos a sus nuevos dueños. Después de una renovación de tres años, aquella casa reflejaba en todos sus cuartos la personalidad de la joven pareja.
Cuando el periodista que los había entrevistado les preguntó como se las habían arreglado para hacer aquel trabajo, ellos le dijeron que, después de recorrer cada cuarto, observando lo que se necesitaba hacer, decidieron ir terminando un cuarto tras cuarto, hasta que se terminara el trabajo.
Me siento profundamente agradecido de que Dios, en su sabiduría, nos trate a nosotros así. Todos somos una obra en progreso, y su Espíritu Santo nos está remodelando. Eso nos debe dar la esperanza en cuanto a los cambios que se están produciendo en nuestra vida, y en la vida de miembros de nuestra familia.