La Providencia ha determinado para cada uno de nosotros la carrera que ha de recorrer, el lugar en el Reino Eterno que debemos conquistar. «He aquí, dice El Señor, que yo envío a mi ángel, que caminará delante de vosotros, os protegerá e introducirá en el lugar que os tengo preparado» (Éxodo 23:20).
Los ángeles custodios nos hacen conocer la Verdad, la virtud, el sólido y verdadero bien, y a él nos conducen. Cuando sentimos santas inspiraciones o alguna inclinación a desligarnos de las criaturas para entregarnos a Dios, recibimos, indudablemente, un buen consejo de nuestro caritativo guía.
Nada más ingenioso que su celo por nuestra santificación. Unas veces nos propone el ejemplo de Jesucristo, o de los santos cuyo carácter tiene más relación con el nuestro; otras, nos pinta la brevedad de la vida, el momento de la muerte, la eternidad. Otras, ofrece a nuestra vista las bellezas de la virtud, los encantos de la paz, fruto de la buena conciencia; las coronas prometidas a la constante fidelidad.
Nuestro trato con nuestro Ángel Custodio ha de tener un carácter amistoso, que reconozca a la vez su superioridad en naturaleza y gracia. Aunque su presencia sea menos sensible que la de un amigo de la Tierra, su eficacia es mucho mayor. Sus consejos y sugerencias vienen de Dios y penetran más profundamente que la voz humana. Y, a la vez, su capacidad para oírnos y comprendernos es muy superior a la del amigo más fiel; no sólo porque su permanencia a nuestro lado es continua, sino porque entra más hondo en nuestras intenciones, deseos y peticiones.