Mercedes había logrado hacer realidad su sueño. Se había sumado al coro de su iglesia, algo que siempre había querido hacer. El problema era que tanto ella como los demás se podían dar cuenta de que no estaba dotada de una melodiosa voz ni tampoco parecía dotada con la capacidad de mantener el ritmo.
Ella le metió corazón a las prácticas semanales… pero tal parecía que lo suyo era un caso perdido. Podía ver cómo los demás miembros del coro se le quedaban mirando cada vez que desentonaba en las prácticas… lo cual, desgraciadamente, era bastante frecuente. El director del coro, queriendo apoyarla, parecía ignorar sus errores y más bien la animaba a seguir practicando.
Finalmente, tras dos meses de extrema frustración, Mercedes llegó a su casa desanimada. Se arrodilló junto a su cama y le dijo a Dios que no podía seguir con la farsa. Ella no poseía el don del canto y lo que hacía era estorbar el avance del coro de la iglesia… lo cual obviamente no podía ser del agrado del Señor.
Sumida como estaba en su profundo dolor y frustración, escuchó la voz del Señor que le contestaba diciendo: «¿Coro? ¿Qué coro? Yo sólo te escucho a ti».