Corría el invierno del 1999, y allí estaba Jaume Rucabado, oceanógrafo conocidísimo entre los de su gremio, languidecía en el Hospital Oncológico de Barcelona a sus cincuenta y pocos años.
La quimioterapia no había conseguido derrotar al cáncer que se había afincado en el páncreas. Directo, sincero, gran trabajador, con gafas desde donde te escudriñaba.
Las enfermeras, acostumbradas a la muerte, veían con gran sorpresa cómo Jaume, desde hace meses, se había encontrado con Dios en su misma Cruz; no salían de su admiración por aquel hombre que se les iba apagando, mientras les hacía reír con deliciosas y divertidas caricaturas.
Una de ellas le pregunta:
– Jaume, ¿crees que yo iré al cielo?
Jaume la mira largamente, sabiendo que ella no practicaba la Fe cristiana. Se atusa la barba y con una sonrisa le dice:
– Sí: tú irás al cielo.
– ¿Cómo puedes decirlo tan seguro? ¿Por qué dices que iré al cielo?
– Mira… porque me has conocido a mí…
Jaume Rucabado murió el 6 de enero de 1999. Y el día de su entierro, aquella enfermera hizo una breve oración, aceptó a Dios en su corazón, y recibió el premio del cielo de una sincera conversión.
No era presunción, ni prepotencia de parte de Jaume, lo que pasaba era que él se había dado a Dios; Jesucristo le había aceptado y ahora actuaba a través suyo teniendo la certeza que su ejemplo de vida habría sido suficiente para que aquella enfermera conociera a Jesús.
Y tú, ¿podrás responder igual si alguien te hace la misma pregunta?