Una mañana un padre perdió los estribos en una de esas situaciones irritantes que suelen suceder en la vid. Derramó su frustración y enojo en su hijo, que parecía ser el blanco más cercano.
En el transcurso del día, mientras él y su hijo estaban pescando, comenzó a sentirse culpable por lo que había dicho y hecho. Y comenzó así:
– Hijo, esta mañana estaba un poco impaciente.
– Ajá -murmuró el hijo, recogiendo la línea en su riel para luego volver a arrojarla.
El padre continuó:
– Eh… reconozco que debió ser difícil estar cerca de mí.
– Ajá -fue todo lo que el hijo murmuró de nuevo.
– Quiero… quiero que sepas que… me siento mal por lo ocurrido -prosiguió el padre.
Luego, agregó con rapidez para justificarse.
– Pero tú sabes, hijo, hay momentos en los que soy así.
– Ajá -sólo dijo el niño otra vez.
Pasaron unos segundos hasta que el niño le dijo a su padre:
– ¿Sabes, papá? Creo que Dios te usa a ti para que nos enseñes a todos en la familia a tener paciencia.
Nuestras familias tienen una manera de dar en el clavo con su sinceridad, pero en lugar de sentirse martillado, tome lo que digan como un buen consejo. ¡Nadie más que su familia puede ayudarlo a crecer en la naturaleza de Jesucristo!
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