Tengo sed

Al padre Leo Maasburg le fue encomendada la misión de acompañar a la madre Teresa de Calcuta a Cuba, Nueva York, Moscú y, cómo no, Calcuta. Fue su confesor, su amigo, su guía espiritual y la figura de ese sacerdote que la fundadora de las Misioneras de la Caridad siempre quería tener cerca, a mano, para sus hermanas.

Porque ellas, y así se lo diría día tras otro, no eran trabajadoras sociales, sino «contemplativas en el mundo» y su alimento era «la oración», por encima de cualquier cosa.

Por eso, aquel 1972 en que Bangladesh quedó asolado por unas terribles inundaciones, la madre Teresa envió a sus hermanas para ayudar, sí, pero también insistió en que volvieran a casa para la adoración y la misa en lugar de hacer una excepción y trabajar de forma continuada como pedían los equipos de socorro. Esa era su misión y la de sus hermanas: orar y amar, amar hasta que duela y orar. Ver en cada pobre al mismísimo Jesús.

Una misión que comenzó en 1946, cuando se cumplían nueve años de los votos perpetuos de la madre Teresa como religiosa de las Hermanas de Loreto. Viajaba en tren hacia Darjeeling, al norte de la India, cuando vio a un grupo de necesitados. Entonces en su corazón resonaron con fuerza las palabras de Cristo en la Cruz -«tengo sed»- expresión última y suprema, diría la madre Teresa, del amor de Dios hacia los hombres. Él tiene sed de nuestro amor.

Desde aquel día su compromiso con los más pobres entre los pobres -pobres materiales y también de espíritu- se extendió por los cinco continentes; incluso llegó a la Rusia comunista.

Mons. Raúl Cuevas

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